El otro día salimos por unas bebidas y al quedarnos en un grupo de cuatro sobrevivientes de la parranda desinflada, les pregunté sin parsimonia sobre el suicidio.
"¿Cuándo fue la última vez que pensaste en matarte?" le dije a mi colega a la izquierda.
La pregunta cayó con un ruido sordo, como el de un cuerpo que aterriza en el piso en el departamento de arriba. Fue hace tan poco tiempo atrás, y sin embargo hace tanto, que ya no recuerdo la reacción inicial. Sólo recuerdo que la pregunta tardó en madurar pero eventualmente toda la tribuna presente respondió.
Mientras sorteábamos la evidente tensión que el tema causaba, me interpelaron. "¿Pensás a menudo vos en la muerte?". Desde luego que evadí la respuesta, porque ya fue suficiente susto para toda la mesa el haberles contado que mi última crisis suicida fue hace más o menos un año atrás. Simplemente dije que me parece importante romper el tabú, lo cual es cierto, ¡sí me parece importante! Aún así, mis colegas estaban demasiado fuera de su zona de comfort como para que yo me pusiera en plan de oppenheimear la conversación.
Desde luego que pienso en la muerte a menudo. Pienso en la muerte todo el tiempo.
Incluso cuando no estoy pensando en la muerte, está ahí guardada en la despensa de la cocina, atrás de los frascos de vidrio que guardamos para reusarlos. Pienso en la muerte desde que la consciencia de poder morir, y de poder causar mi propia muerte, fue un pensamiento claro en mi cabeza. Pienso en la muerte en aeropuertos donde me confiscan condimentos de supermercado. Pienso en la muerte planeando un viaje a un lugar fascinante y peligroso con amigas a quienes no veo hace una década. Pienso en la muerte cuando escucho a la misma banda que escuchaba cuando aprendí sobre morir en mano propia. Pienso en la muerte de manera extremadamente casual cuando me harto un poquito de lo argel que es la cotidianeidad. Pienso en la muerte tanto, todo el tiempo, tan naturalmente, que la muerte dejó de ser una desgracia macabra rodeada de estética gótica, y pasó a parecerse más a alguien del funcionariado público que está siempre en el mismo escritorio de la recepción a través de las décadas de una democracia joven e imperfecta.
Pienso en la muerte al levantarme, antes de dormir, al dormir y al soñar. Pienso en la muerte cuando tengo que entregar mis tareas, cuando tengo que terminar informes, cuando hago mis presupuestos mensuales que nunca alcanzan y nunca van a alcanzar para la vida soñada. Pienso tanto en la muerte que es casi como respirar, y así como dejamos de ser conscientes de que respiramos, yo dejo de ser consciente de que pienso en ella.
Pero para qué hablar de esta familiaridad un poquito pertubadora, si ya mis colegas estaban sufriendo una incomodidad muy innecesaria. ¿Qué se yo? A lo mejor pasaba que todas nuestras mentes piensan igual sobre la muerte, pero admitirnos a viva voz la obligaría a pasar a retiro. ¿Y quién querría que una muerte amiga pasara a retiro tan pronto?
Le quedan por lo menos quince años más para la jubilación.
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