7.10.10

¿Barett Hall o Rafael Barrett?

La cuestión de la capacidad o incapacidad de producir algo digno de cuestionamiento es meramente tangencial. El verdadero dilema es la utilización efectiva de los recursos, el reconocer que uno dispone de ellos, y el aprovechar su existencia. Cuando de una u otra manera la intención es gastar capital y labor para transitar por la vida, produciendo bienes y servicios pero ignorando el contexto y la persona, entonces el cerebro se calla a sí mismo y el obrero se convierte en autómata. Autómata que puede seguir reglas y horarios, pero no puede dejar a su mente distraerse en discursos anarquistas ni en indagaciones filosóficas que mucho han de demandar a su estómago lleno de basura procesada. Basura que no tiene el sabor ni la forma de la carne podrida, carne inexistente en el frente de Cerro Corá.

La cuestión es la lealtad a las creencias y la capacidad de desobedecer, aceptando con plenitud las consecuencias de esta desobediencia. Porque quien pretende desafiar sistemas y reglas y aún así aspirar a la funcionalidad, a ser mano de obra, a ser un trabajador de cuello azul: si las aspiraciones son revolucionar y al mismo tiempo mantener el estatus de aceptable - entonces no hay compromiso. Cualquier compromiso que apoye la gradualidad, los procesos paso a paso, los matices de gris en vista de siglos y siglos de polaridades negras y rojas: cualquier proceso que ignore la imparable explosión de siglos de violencia, es una visión ignorante, callada, callante, cómplice y cobarde que demuestra las huellas del miedo inflictas por esa misma violencia.

¿Rojo y negro, rojo y negro por qué? Rojo y negro de la sangre y la oscuridad. Rojo, la lucha, el color de los comunistas y revolucionarios que sólo en el mundo del revés imprime en el incosciente colectivo la derecha más extrema y repugnante que se vió y se verá. Derecha roja, derecha hija de los argentinos y brasileros y uruguayos, que no eran ni argentinos ni brasileros ni uruguayos, pero eran piltrafas. Piltrafas de hombres, piltrafas de espíritu, piltrafa que resultan unión incestuosa, adúltera, aberrante de quien cruzó con los pocos guaraníes que quedaban en los ojos de los criollos paraguayos. Criollos que sobrevivieron en actos heroícos de cobardía, en desobediencia, en sangre, en canibalismo. Rojo que no termina de pintar la tierra roja, teñida de sangre no de soldados, pero de mujeres y niños que nunca nacieron ni van a nacer por culpa de las guerras.

Negro, negro, ¿por qué el negro? Negro de la ausencia de humanidad. Negro de la piel que se rehusa a brillar en el sol asunceno, sol guaireño, sol sapukeño. Piel que se rehúsa a negar su negrura, que se regodea pero se achica: piel negra que absorbe los tintes rojos de las guerras que nos dieron a luz. Negro, negro el color de tu pelo y mi pelo, y negro el color de nuestros ojos que de viejos peones se han vuelto idiotas. De otrogar el bienestar físico no entienden, no entienden que ni el paraguayo ni el congolés, ni el mexicano ni el coreano, ni el pakistaní ni el irlandés fugitivo, ni los australianos desplazados ni los serbos, ni croatas, ni montenegrinos, ni albanios, ni kosovares, ni marroquíes, ni blancos ni negros, ni clase media ni calse baja, ni clase alta ni endedudores ni investores. Ninguno, ninguno se salva de la negrura de nuestro corazón que puede vivir en Finlandia pero morir con el mismo dolor de alma que en los yerbales, cosechando ocho arrobas, y nada menos. A excepción, claro, de todos aquellos hombres, la mayoría de ellos, a los que la negrura les ha tragado el alma ya.

La capacidad de crear o no está fuera de discusión. Lo que hace falta es el combustible que ilumine lo rojo y lo negro dentro del hombre y la mujer. Ese combustible por el que peleamos, que está presente. Esos recursos mal utilizados, mal archivados: esa historia que se repite como cuento estéril de vidas y nombres que no van a volver y que no suceden más pero sólo se repiten. Esa sangre y ese color que se regodea en las divisiones de nacionalidad e identidad, y se descuartiza a carcajadas de nuestra ignorancia. De nuestras depresiones y vacíos, de nuestros déficits económicos. De todas nuestras carencias inexplicables que no necesitan más respuesta que mirar atrás, a los lados y adelante. Y que no necesita más acción que iluminar lo negro y quemar lo rojo. Purificar la oscuridad y elevarse a la luz. La luz infinita e inalcanzable, la luz de las velas que quema las mariposas.

La luz. La revolución.

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