Un jazmín
lleno de pimpollos.
Una tarde cualquiera
en la ciudad.
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Un jazmín
lleno de pimpollos.
Una tarde cualquiera
en la ciudad.
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La libertad irresponsable que me brindó el privilegio me permitió también aprender a ser multitudes.
Pero lo importante no es serlas, sino escucharlas y conversar.
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"No hace falta probar nada a nadie"
pensaba ingenua
mientras el reloj corría en aquella tarea
saboteada
en su tardanza innecesaria y autodestructiva,
paralizante y absurda.
No había explicaciones lógicas
ni racionales
o al menos no las suficientes
para comprender
tanta falla indeseada
y suicida
Sólo había gratificación instantánea
y putrefacción de cerebros
en la yema de los dedos.
El poema quedó colgado
inconcluso
como las dosis de litio pendientes
y la vulva pulsante
y el ensayo errante
pero al menos estamos escribiendo.
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Un grupo de gringos me dijo una vez a través de un juego de esos que te definía la personalidad en un aplicativo de citas: "We almost called you Brutus the Uterus and attached this picture" (casi te llamamos Brutus el Uterus y adjuntamos esta foto:)
Para quienes precisen la descripción, la imagen muestra a un útero en corte coronal con unos ojos amenazantes, las trompas de falopio elevadas como musculosos puños flexionados, y unas piernas ilógicas de dudosa capacidad de balance, pero igualmente amenazadoras.
En aquel momento me sentí completamente realizada. Era un reflejo fiel, en mi propia visión, sobre lo que como persona yo buscaba ser y aparentar. Las historias de grandes momentos de disfrute y búsqueda desvergonzada de encuentros casuales se apilaban. El conteo de cuerpos, como lo llama la gente hoy día, crecía modesta pero consistentemente. Igual tampoco fueron tantos, ¡ni llegaban a las dos decenas en aquel entonces! Pero vaya que me divertía.
El goze de un mundo donde las presiones eran muchas pero también lo era la libertad de explorarse sexualmente, derivaron en nomeclatura ficticia que hacía honores a mi gran amor por coger y ser cogida. Era tan simple y tan exhuberante la cuestión que, cuando mutábamos a nuestro culto alcohólico sabatino, la gente sólo me conocía como un pollo asesino que deseaba ser sexo puro. Un pollo malabarista ninfomaníaco.
Pero el tiempo pasa. Una se rinde ante las módicas y largas cuotas de cariño sincero y meloso que proveen los contratos que facilita el capital. Ni siquiera es necesario cumplir con las cuotas de reproducción social si una es lo suficientemente caradura - al menos, no por completo. Pero de alguna u otra manera, una se adentra a la pantomima y la gente parece creer que tienen ante sí una persona de bien, una mujer hecha y derecha.
Les diría con la frente en alto y con la certeza de mi honradez por ser gente de bien, ¡claro que la tienen!
Lo que no querrán comprender es que una mujer hecha y derecha es también una mujer orgullosa de su pasado. Una mujer hecha y derecha es una mujer que retornaría a las mismas andanzas el instante que termine el duelo, sea por enviudar o por el divorcio. Claro está que habrá mucho aprendizaje sobre los nuevos códigos; pero si no seguía los códigos ya en aquel entonces, no creo que sea necesario empezar a seguirlos ahora. Menos aún cuando el closet ha desaparecido de nuestro diccionario heteronormado.
Seremos Ghengis Khunt hasta la muerte.
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Traté de agarrar un breve intante de lucidez caótica y terminé en el mismo predicamento que de alguna u otra manera me han plagado por casi una década. ¿En qué momento ocurrió? ¿Cómo pudo haber estado ausente durante la gran pestilencia? ¿Cómo pudo haber dormido un sueño de tal letargo, que casi parece que el alma misma estuvo en coma, como un fantasma deshilvanado?
Es hibernación de supervivencia, es evidente. La claridad prgamática de que en algún momento y lugar mi corazón se asumió en pricesa de mitos alemanes devenidos americanos y luego globales por imposición imperialista de colonialismo cultural. He allí mi problema: traté de imaginar a mi corazón como una criatura preciosa guardada en un ataúd de cristal en un bosque encantando y terminé agarrándome a los palos con los europeos y los estadounidenses por feudos políticos en la cultura popular.
Tal vez el error es asumir que un animal que se retira a juntar fuerzas es un animal débil, dócil o sumiso. A lo sumo quizás sea un partidario del peine y la ducha después de una larga hibernación, pero jamás sería un ser despojado de su ferocidad.
Siempre el beneficio de la duda puede ayudar a aliviar a una voz de la consciencia un poco 'juzgona'. Un brillo que parece haberse ido puede simplemente ser una pantera o jaguar agazapado, con las garras guardadas mientras recupera sus fuerzas y espera el momento exacto deberá salir a cazar a matar.
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Ví un nuevo meme sobre el mangaka japonés Junji Ito. Sus memes suelen ser sobre la graciosa contradicción entre su perturbador contenido y su aparente carácter risueño. Me reí y dije en voz alta "Juji Ito es mi espíritu animal".
Más allá de que ya me enseñaro que es bastante irrespetuoso referirse a cualquier cosa como un espíritu animal, lo cierto es que me sentí identificada con el meme porque me veo reflejada. Qué son los memes, al final del día, sino un espejo a lo más profundo y a la vez lo más simple que guardan nuestros corazones. Existir por vernos en ese reflejo.
Pero no vine a hablar de fenomenología, a pesar de que me muero de ganas, porque creo haber empezado a entenderla mejor luego de como doce años de haber leido a Heidegger por primera vez. No importa tratar de meterse en cuestiones que le hacen sonar a une más formado y pretenciose de lo que ya es. Acá el fondo de la cuestión es la tensión entre el horror y la sonrisa que los memes de Ito traen. Acá la cuestión es que reconozco esa misma pertubadora oscuridad dentro de mi corazón.
Entré entonces dispuesta a explorar esa oscuridad para terminar riéndome de mi propia foto en la caja de una muñeca hace unos días atrás. Pero al pensar siquiera en abrir una mirilla a esa caja donde tengo encerrados mis cadáveres y mis demonios, me dí cuenta de que por puro milagro me estoy manteniendo a flote. Quizás mirar directo al ojo de la bestia no sea tan recomendable en este momento. Quizás nunca lo sea.
Quizás lo fascinante de Ito es eso, precisamente. Que él tiene la valentía y el talento de mirar directo y mostrarnos lo que ve a todas las personas que, como yo, no nos atrevemos a navegar esas aguas en el día a día. Porque si lo hiciéramos, hace rato, mucho mucho rato que hubiéramos terminado como muchos de los protagonistas de sus historias cortas y sus mangas.
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El otro día salimos por unas bebidas y al quedarnos en un grupo de cuatro sobrevivientes de la parranda desinflada, les pregunté sin parsimonia sobre el suicidio.
"¿Cuándo fue la última vez que pensaste en matarte?" le dije a mi colega a la izquierda.
La pregunta cayó con un ruido sordo, como el de un cuerpo que aterriza en el piso en el departamento de arriba. Fue hace tan poco tiempo atrás, y sin embargo hace tanto, que ya no recuerdo la reacción inicial. Sólo recuerdo que la pregunta tardó en madurar pero eventualmente toda la tribuna presente respondió.
Mientras sorteábamos la evidente tensión que el tema causaba, me interpelaron. "¿Pensás a menudo vos en la muerte?". Desde luego que evadí la respuesta, porque ya fue suficiente susto para toda la mesa el haberles contado que mi última crisis suicida fue hace más o menos un año atrás. Simplemente dije que me parece importante romper el tabú, lo cual es cierto, ¡sí me parece importante! Aún así, mis colegas estaban demasiado fuera de su zona de comfort como para que yo me pusiera en plan de oppenheimear la conversación.
Desde luego que pienso en la muerte a menudo. Pienso en la muerte todo el tiempo.
Incluso cuando no estoy pensando en la muerte, está ahí guardada en la despensa de la cocina, atrás de los frascos de vidrio que guardamos para reusarlos. Pienso en la muerte desde que la consciencia de poder morir, y de poder causar mi propia muerte, fue un pensamiento claro en mi cabeza. Pienso en la muerte en aeropuertos donde me confiscan condimentos de supermercado. Pienso en la muerte planeando un viaje a un lugar fascinante y peligroso con amigas a quienes no veo hace una década. Pienso en la muerte cuando escucho a la misma banda que escuchaba cuando aprendí sobre morir en mano propia. Pienso en la muerte de manera extremadamente casual cuando me harto un poquito de lo argel que es la cotidianeidad. Pienso en la muerte tanto, todo el tiempo, tan naturalmente, que la muerte dejó de ser una desgracia macabra rodeada de estética gótica, y pasó a parecerse más a alguien del funcionariado público que está siempre en el mismo escritorio de la recepción a través de las décadas de una democracia joven e imperfecta.
Pienso en la muerte al levantarme, antes de dormir, al dormir y al soñar. Pienso en la muerte cuando tengo que entregar mis tareas, cuando tengo que terminar informes, cuando hago mis presupuestos mensuales que nunca alcanzan y nunca van a alcanzar para la vida soñada. Pienso tanto en la muerte que es casi como respirar, y así como dejamos de ser conscientes de que respiramos, yo dejo de ser consciente de que pienso en ella.
Pero para qué hablar de esta familiaridad un poquito pertubadora, si ya mis colegas estaban sufriendo una incomodidad muy innecesaria. ¿Qué se yo? A lo mejor pasaba que todas nuestras mentes piensan igual sobre la muerte, pero admitirnos a viva voz la obligaría a pasar a retiro. ¿Y quién querría que una muerte amiga pasara a retiro tan pronto?
Le quedan por lo menos quince años más para la jubilación.
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Pero en serio,
siempre lo
fue.
Es sólo
el sopor de la
realidad,
el somnífero
éter.
Puede que me haya
comprado el cuento un
tiempo y sonría
de manera amigable y
poco sombría.
Pero la mierda de
Bokovski [sic] siempre encuentra
una salida.
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