3.12.08

Anillo Iris

La sequía y el verano significaban muerte, y los niños se daban cuenta de ello.
Pero no se daban cuenta del concepto. Sólo sentían la realidad certera, verdadera.

Sus sedientas caritas, llenas de polvo por no bañarse hacía mucho tiempo (ahorrando agua) se estremecían y temblaban, ante la visión que tenían ante sus ojos: la última vaca que tenían había muerto, y ya no podrían tener la más leve esperanza de un ingreso. Claro, siempre estaban las ventas de artesanía a la que se dedicaban su mamá y sus hermanitos mayores. ¿Pero quién compra lo que no se vende? ¿Quién compra lo que sólo existe en el pasado?

Pero los niños no podían pensar en déficit. Ni en recisisón. Tenían calor y no podían pensar. Levantaban la cabeza y miraban. Ese sol, esa bola amarilla asesino y caliente que los mataba poco a poco, estaba rodeada ese día de un hermoso arco iris circular, como la aureola de un hermoso porvenir: tenía colores hermosos e indescriptibles, más variados que los de un arco iris normal, y parecía que a cada minuto se volvía más grande…

Demasiado pequeños para soportar un día más ese calor infernal y seguir alucinando con el seco estero que se encontraba a pocos kilómetros del otrora Río Pilcomayo. Muy niños, muy inocentes para entender que su río no se lo robo un geniecillo malo porque se portaron mal, sino que lo vendió un gran ogro y su séquito porque querían cerrar un buen negocio. No, eran muy chiquitos para comprender aún que aparte de la horrorosa sequía, se pronosticaban días más tristes, peores a causa del efecto invernadero que calentaba como un horno gigantesco al Chaco Paraguayo.

Pero esa noche se dio un milagro (milagro)

El grandioso anillo iris que había acompañado al sol hasta el ocaso, era, según los meteorólogos de la capital, un pronóstico certero de lluvia. Pero nadie explicaba el fenómeno de los colores diferentes del aura, que no correspondían a la correcta descomposición de matices del agua. Los estudiosos afirmaban que los componentes de la lluvia ácida no tenían por qué manifestarse en la famosa jere* por una descomposición incompatible de los colores. Algún que otro desprevenido televidente comentó que no hacía falta preocuparse por fenómenos de colores, si al fin y al cabo la crisis financiera nos mataría a todos antes que el envenenamiento global. Como mató a la vaca de la familia de los niños.

En Pozo Colorado, donde las voces de los meteorólogos no llegaban a discurrir acerca de fenómenos meteorológicos, comenzó. Poco antes de la media noche, fuera de la casita de paja y tablones, se comenzaron a oír pequeñas gotas de lluvia, como una sinfonía de vida, tan grande presente como el caballo troyano. Tan necesarias para la muerta fauna y la vaca podrida como para los niños que caminaban horas bajo el sol por un cántaro de agua.

Cuando el agua inundaba con sus estruendos el piso de la choza, los niños salieron, primero que nadie, a saltar bajo la lluvia celestial. Abrían las pequeñas boquitas al cielo, y en un desesperado intento de calmar su sed de vida, bebían de aquella lluvia, aquella lluvia ácida que podría mantenerlos con vida hasta la próxima vaca… hasta la próxima venta de artesanía.

Hasta que la recesión los asesinara de una vez.

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* Del guaraní: ronda, círculo.

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